Como ocurre en toda familia (la mía no iba a ser
diferente), nos sumergimos en conversaciones superfluas, reflexivas, y éstas pueden llegar a un nivel de
intensidad que nos aleje de cómo entramos cuando la entablamos. No todos vemos las
cosas desde el mismo prisma, eso es parte de lo que nos hace únicos.
No hace
mucho, iniciamos una charla en casa, que no terminó del agrado de ninguno de
los que participamos en ella, es de suponer que nadie vio la realidad desde un
mismo prisma, y cada uno quiso “imponer la suya, respetando cada punto de vista”.
Los aires se templaron y a sabiendas de que existe un cariño inexplicable que
nos une, ese día, cada uno se fue con su realidad y a cuestas con su enfado.
Cuando introducía la llave para arrancar el coche y
partir, mi acompañante, mi pequeña mujercita de nueve años, sin aún cerrar la
puerta sujetándola con su brazo derecho, “me soltó”: “Papá, ¿se enfadaron?”. Le
expliqué acorde a su edad, que a veces las personas no nos ponemos de acuerdo
en ciertas situaciones, y eso conlleva a que a veces nos enojemos. Sin apenas
respirar, me volvió a golpear con su ilimitado lenguaje: “¿Y por qué no se
piden perdón y ya está?”.
La atravesé con mis pupilas, pudiendo ver más allá
de aquel cuerpecito hecho de carne y hueso con nueve otoños, un alma pura,
blanca, inocente y le contesté: “sí cariño, tienes toda la razón”.
Mientras conducía no pude espantar aquellas palabras que habían aflorado de la
pequeña cueva que habita en el rostro de mi hija, y que anidaron en mi mente. Sin
dejar de mirarla, se dibujó una sonrisa en mis labios que me cubrió media cara.
¡Cuánta razón tenía! y sobre todo, con que sencillez había solucionado lo que
el orgullo a veces no nos deja zanjar.
En esta
vida humana, tan difícil de obtener y tan fácil de perder, malgastamos tiempo y
energía en no saber, incluso en no querer (inflados por la vanidad), pedir
disculpas y perdonarnos.
Quien
indulta, quien perdona, se llena de paz, como cuando llenas el depósito del
coche y sales de la gasolinera viendo la aguja indicando que el depósito está al
tope. Te da cierta tranquilidad. Con el perdón, ocurre lo mismo, nos libera de ataduras que nos amargan. Abre puertas donde el aire entra
penetrando en el pecho a una velocidad de vértigo que nos enfría el corazón. Interpreto
que la vida es mucho más sencilla de lo que nosotros hacemos de ella, podemos
perdonar sin estar de acuerdo con lo que nos han hecho, sin incluso aprobarlo,
pero si aceptamos las cosas tal como son, y sobre todo de donde salen, es decir,
aceptar al otro tal como es, podemos atravesar umbrales que jamás hubiésemos
imaginado.
Muchas
veces pensamos que el perdón es un regalo para el otro sin darnos cuenta que el
mayor beneficiado puede llegar a ser uno mismo. De ahí que me “agarre” a las palabras
de Buda: “Aferrarte a la ira es como agarrar un carbón caliente con la
intención de tirárselo a otra persona; tú eres quien termina quemado”.