Después de sumar un invierno más
recientemente en la cuenta de mi vida, y con ciertas experiencias atravesadas,
me voy dando cuenta, cada día, que la vida no es más que una sucesión de
momentos, situaciones, que se dan justo en el instante que vamos perforando. Y
cuando pasan, se acumulan en forma de recuerdos.
Nuestra vida, nuestra
experiencia, se compone de la suma (a veces de la multiplicación) de esos
acontecimientos. Frecuentemente, lo suelo vivir como las grandes y las pequeñas
experiencias. Las de mayor tamaño, son momentos como: el día que sacamos el
permiso de conducir, un cumpleaños, el primer beso, el nacimiento de un hijo,
la primera vez que montamos en avión… Pero la mayoría de los instantes, son en
realidad, pequeños y cotidianos: levantarnos para ir a trabajar, desayunar,
abrigarnos para cubrir del frío nuestra alma, un beso, una mirada, una sonrisa…
Para muchos, esos días cargados
de frecuentes momentos, de “insignificantes” detalles, pasan en balde. La
rutina, la mayor depredadora de todos los tiempos, se encarga de desdibujar
nuestros días y tal como transcurren, desaparecen. Hoy es tan parecido a ayer,
que nuestra atención pasa por alto lo que nos ha sucedido.
Desde que era niño, he aprendido
(ahora aprendo a desaprender) a vivir esperando a que lleguen los grandes
momentos, esos que creemos que marcarán nuestra vida y que nos hará sentir más
feliz. Desafortunadamente, en esa espera y sin percatarnos se nos puede escapar
gran parte de nuestra vida.
Sin ir más lejos, los fines de semana
apuesto al azar “buscando lo imposible”,
y me pregunto, si un día la quiniela aterrizara en mis manos con una
cantidad considerable de dinero, ¿cuánto tiempo podría vivir sin el mismo? Y ¿cuánto sin aire?
Considero, sin embargo que
valoramos lo primero por encima de lo segundo. Si estuviéramos unos minutos sin
aire y nos ofrecieran el beneficio de la quiniela o un poquito de oxígeno, ¿qué
escogeríamos?
El problema radica en que
aprendemos a valorar las pequeñas cosas cuando nos faltan o cuando ya han
pasado, cuando la nostalgia por lo vivido realza los momentos cotidianos,
cuando éstos se han esfumado. Aprendiendo a valorar lo que tenemos podremos
disfrutar más de la vida, aunque esto ya suene a tópico.
No hace mucho, en una tienda de
textil, una amiga que me acompañaba para poder cambiar una prenda de ropa que
me había regalado por mi reciente cumpleaños, y no terminó de encajar en mi
cuerpo, se tropezó en el local con unos familiares. Una de ellas que había “superado”
por segunda vez un cáncer, y que tapaba no sólo su cabeza sino parte de su alma
con un precioso pañuelo, le sirvió a su hija de estímulo, porque su heredera se
negaba a llevarse una prenda de ropa. El precio establecido le parecía alto. El
caso, es que sólo unas palabras de su progenitora bajo el efluvio de lo que
estaba pasando, hizo que su hija saliera con la bolsa colgando de su mano
derecha.
Supongo que ver como una
enfermedad puede ganarte la batalla, hace que pienses que no volverás a ver una
puesta de sol, reír, pasear, comprar… En definitiva, estar bajo tal amenaza,
hace que tasemos lo superfluo en profundo, lo pequeño en grande.
Curioso, justo ahora que escribo
estas líneas, me doy cuenta de que mis pequeñas letras crecen al pasar por
tus pupilas. Juntos, hemos transformado un momento pequeño en algo grande.