miércoles, 13 de febrero de 2013

MOMENTOS



Después de sumar un invierno más recientemente en la cuenta de mi vida, y con ciertas experiencias atravesadas, me voy dando cuenta, cada día, que la vida no es más que una sucesión de momentos, situaciones, que se dan justo en el instante que vamos perforando. Y cuando pasan, se acumulan en forma de recuerdos.
Nuestra vida, nuestra experiencia, se compone de la suma (a veces de la multiplicación) de esos acontecimientos. Frecuentemente, lo suelo vivir como las grandes y las pequeñas experiencias. Las de mayor tamaño, son momentos como: el día que sacamos el permiso de conducir, un cumpleaños, el primer beso, el nacimiento de un hijo, la primera vez que montamos en avión… Pero la mayoría de los instantes, son en realidad, pequeños y cotidianos: levantarnos para ir a trabajar, desayunar, abrigarnos para cubrir del frío nuestra alma, un beso, una mirada, una sonrisa…
Para muchos, esos días cargados de frecuentes momentos, de “insignificantes” detalles, pasan en balde. La rutina, la mayor depredadora de todos los tiempos, se encarga de desdibujar nuestros días y tal como transcurren, desaparecen. Hoy es tan parecido a ayer, que nuestra atención pasa por alto lo que nos ha sucedido.
Desde que era niño, he aprendido (ahora aprendo a desaprender) a vivir esperando a que lleguen los grandes momentos, esos que creemos que marcarán nuestra vida y que nos hará sentir más feliz. Desafortunadamente, en esa espera y sin percatarnos se nos puede escapar gran parte de nuestra vida.
Sin ir más lejos, los fines de semana apuesto al azar “buscando lo imposible”,  y me pregunto, si un día la quiniela aterrizara en mis manos con una cantidad considerable de dinero, ¿cuánto tiempo podría  vivir sin el mismo? Y ¿cuánto sin aire?
Considero, sin embargo que valoramos lo primero por encima de lo segundo. Si estuviéramos unos minutos sin aire y nos ofrecieran el beneficio de la quiniela o un poquito de oxígeno, ¿qué escogeríamos?
El problema radica en que aprendemos a valorar las pequeñas cosas cuando nos faltan o cuando ya han pasado, cuando la nostalgia por lo vivido realza los momentos cotidianos, cuando éstos se han esfumado. Aprendiendo a valorar lo que tenemos podremos disfrutar más de la vida, aunque esto ya suene a tópico.
No hace mucho, en una tienda de textil, una amiga que me acompañaba para poder cambiar una prenda de ropa que me había regalado por mi reciente cumpleaños, y no terminó de encajar en mi cuerpo, se tropezó en el local con unos familiares. Una de ellas que había “superado” por segunda vez un cáncer, y que tapaba no sólo su cabeza sino parte de su alma con un precioso pañuelo, le sirvió a su hija de estímulo, porque su heredera se negaba a llevarse una prenda de ropa. El precio establecido le parecía alto. El caso, es que sólo unas palabras de su progenitora bajo el efluvio de lo que estaba pasando, hizo que su hija saliera con la bolsa colgando de su mano derecha.
Supongo que ver como una enfermedad puede ganarte la batalla, hace que pienses que no volverás a ver una puesta de sol, reír, pasear, comprar… En definitiva, estar bajo tal amenaza, hace que tasemos lo superfluo en profundo, lo pequeño en grande.
Curioso, justo ahora que escribo estas líneas, me doy cuenta de que mis pequeñas letras crecen al pasar por tus pupilas. Juntos, hemos transformado un momento pequeño en algo grande.