jueves, 23 de septiembre de 2010

MIRAR SIN VER

Recuerdo, cuando acompañaba a mi hija (mi sueño es hacerlo hasta que la adelante con paso largo camino hacia el cielo) en su día a día de dibujos animados, y digo acompañaba, porque en el “tallo” empiezan a asomar las primeras ramas. Había uno en concreto, que tuve la “suerte” de ver en repetidas ocasiones y durante un tiempo prolongado: “El patito feo”.
En una escena de la película, Feo, que así se bautizaba el pato, caminaba distraído mirando hacia un lado, cuando invadido por su aflicción, estaba a punto de pisar a un caracol, que con sus gritos detuvo la pata del ave. El molusco salía de su concha espiral para recriminarle que no se podía ir por la vida sin mirar, pisando a los demás. El “patoso” animal, le explicó que no lo había visto, porque su tristeza le mantenía distraído.
Esa secuencia siempre me hizo pensar en las personas que sumidos en sus problemas, no llegan a ver todo lo que acontece a su alrededor, y no porque no quieran, sino porque quizá, no puedan.
Lo visible se vuelve invisible. Dependemos de la vista más que de ningún otro sentido para “movernos” por el espacio que nos rodea, pero cuando nos vemos sumergidos en un “atasco”, resulta tarea ardua llegar a la superficie y poder ver el horizonte más cercano.
No hace mucho, un toxicómano, conocido en el barrio donde resido, se me acercó para pedirme dinero, quería comprar una vela. La necesitaba para alumbrar su “oscura” noche, su apagada vida. Se sentó a mi lado en cuclillas y charlamos durante un rato. Me atreví a preguntarle qué le hizo llegar hasta la situación en la que se encontraba. Evidentemente existía un problema de raíz. Supongo, que como a todos nos sucede, quedamos eclipsados no permitiéndonos ver más allá de lo que gira a nuestro alrededor.
Cuesta entender a las personas (me incluyo) que comenten “imprudencias” cuando el velo de la tristeza o la desesperación cuelga delante de ellas. Una vez terminé de dialogar con Javier, (así se llama el chico que pretende salir del infierno) me di cuenta de que vivimos en un “eterno carnaval”. Todos tenemos nuestra historia, y tiramos de disfraces para vivir nuestra particular “comparsa”, en el trabajo, en la tienda, en la calle e incluso, en nuestras propias casas.
Nadie se escapa de ser juzgado y tampoco de juzgar, consciente e inconscientemente, pero una vez relatado este humilde relato, hago hincapié, que detrás de cada persona se “oculta” una historia que lo llevó a ese lugar. Me pregunto si seremos conscientes de que estamos juzgándola.

jueves, 9 de septiembre de 2010

EL HOMBRE…¿UN SER RACIONAL?

Después de pasar una tarde de este veraniego tiempo en la playa, acariciando la arena, jugando con mi “pequeña gran mujer” de siete años y mi sobrino, a quien le acompañan los mismos añitos de vida, nos disponíamos a regresar a casa, eso sí, una vez pasados por el “grifo” que arrastra los últimos granitos de arena, y conseguir así, no llevarlos a casa. No quiero hablar de lo incómodo que resulta andar por ésta pisando arena…
Una vez cogimos la dirección que nos llevaría a nuestro hogar, mi hija, gran amante de todo animal que se mueva (y no), junto a Daniel, así se llama el hijo de mi hermano, se dirigían a una terraza donde asomaba la cabeza un perro. Un Labrador, que no paraba de mover el rabo en cuanto percibió que los dos niños se acercaban. Estuvieron acariciando su cabeza durante unos segundos, hubo reciprocidad, una sensación mutua, y digo mutua, porque hasta el propio perro se levanto de su cómoda posición para entregarse a las caricias de las pequeñas manos.
Al instante, salió el “amo” del perro, y para mi sorpresa, sin decir palabra, acompañado de un gesto hostil con su cabeza, obligó al animal a abandonar la terraza, y así, renunciar a lo que estaba surgiendo. Sujetó la puerta y miró al animal con cara de enfado, cediéndo éste a su bienestar para “obedecer y cumplir” la orden impuesta. Fue como un intercambio de papeles, el hombre transformado en animal irracional y el perro, en un animal con raciocinio. Despojando a los niños de estar en contacto con el perro y a los viandantes de disfrutar con su mirada, de algo maravilloso, un “trueque” de cariño. ¿De un contacto interpersonal?
Cuando el perro fue sometido a la orden de su amo, el hombre, (por llamarlo de una manera) parecía regocijarse de su forma de actuar. Los niños, se quedaron sin poder seguir mostrando lo que sentían y el perro…lo propio. Mientras el propietario del cachorro, apoyaba sus brazos en la barandilla de su terraza mirando al frente, sin mediar palabra con los niños, sin darles una explicación para calmar sus inquietudes al sentirse “huecos” por no despedirse del “chucho”.
Me cuesta entender cómo las personas “podemos” llegar a comportarnos con el instinto animal más primitivo y descontrolado.
Recuerdo cuando estudiaba la asignatura de Historia, que los aztecas antes de la invasión española de 1519 se aseguraban los alimentos y los bienes necesarios para vivir a través de relaciones de reciprocidad y redistribución. Existía la práctica de la solidaridad y ayuda mutua entre los miembros de la comunidad. Colaboraban entre sí a cultivar y a cosechar.
La redistribución, consistía en el cobro de fuertes tributos en productos y en trabajo, eran contabilizados para determinar en qué zonas sobraban o faltaban alimentos, para luego distribuirlos en las poblaciones más necesitadas. Esto confirma el “espíritu comunitario” de los pueblos aborígenes americanos. Vivían en armonía con su ambiente, usaban de la naturaleza lo que ocupaban, en fin, “convivían” hasta que llegaron los hombres evolucionados…
El ser evolucionado (supuestamente), ese ser, que si dejara de creerse superior al resto y recordara desde su humildad más profunda ("Cuando bebas agua, recuerda la fuente") que también es un animal, el mundo volvería a su equilibrio.
Muchas, son las veces que me cuestiono si dando rienda suelta a nuestro instito más animal aprenderíamos a respetar el territorio ajeno, el respeto a otras especies, otras culturas, a no gastar lo que no necesitamos…a ser más nosotros mismos.