viernes, 21 de septiembre de 2012

EL PRECIO DE LA FELICIDAD


Siempre he oído que el ser humano es un animal de costumbres, y como tal, me dirigí a la cafetería donde suelo romper el ayuno con un café. Pillé sin dueño el periódico en la mesa de la entrada y sentándome en la misma tabla sostenida por tres patas, pedí mi cafecito. En la portada, destacaba una noticia que no me dejó indiferente: “Ya hay más niños que ancianos al borde de la pobreza en España”. Un escalofrío me recorrió de dentro hacia fuera.
Era un indicador de que la carencia está teniendo un rostro más joven. Un total de dos millones de niños viven bajo el umbral de la pobreza, según pude constatar en aquellas páginas.
Normalmente, las lagunas económicas vienen acompañadas de tristeza, aunque comparto la idea de que el dinero no da la felicidad. Pero si es cierto, que el ahogo económico afecta a la calidad de vida y eso se ve reflejado en la salud emocional y física de cada menor.
Mi hermano, escéptico por sus experiencias, profesa una frase que un día leyó y argumenta siempre que tenemos la posibilidad de charlar sobre este tema: “El dinero no da la felicidad, pero la compra hecha”.
Me niego a pensar que en la economía se encuentra la dicha, sin oponerme a que los vientos adinerados mueven con fuerza los molinos. Pero si nos dieran a elegir en una escala de valores, qué escogeríamos: ¿Más dinero o más salud, más dinero o más tranquilidad emocional, más dinero o más amor? Estos tres ingredientes no están a la venta. Por un lado, nadie puede negar que tener el suficiente dinero para cubrir las necesidades básicas: alimentos, ropa y un techo que nos cubra, nos hace más felices, o más bien, nos libera del estrés que conlleva vivir bajo la sospecha del umbral de la pobreza, y eso aporta cierta tranquilidad. Pero, un estado óptimo de salud, un equilibrio mental y sentirse amado a la par que amas, no tiene código de barras. La felicidad es un estado de ánimo que se consigue a porciones.
Quiero hacer mención especial a Matthieu Ricard, reconocido como “el hombre más feliz del mundo”. Francés de nacimiento, que un día decidió renunciar a cualquier posesión material y a las comodidades del mundo moderno, para bucear en la paz que se respira en la falda del Himalaya. Científicos americanos le sacaron de su retiro en un monasterio budista de las montañas de Nepal, lo metieron en el laboratorio, conectando a su cerebro 256 sensores para analizar su nivel de estrés, irritabilidad, enfado, placer, satisfacción y decenas de parámetros más. El resultado comparado con los obtenidos en cientos de voluntarios, desbordó los límites previstos en el estudio, superando todos los registros anteriores y ganándose un título: ”El hombre más feliz de la tierra”.
Entiendo que renunciar a nuestro mundo material, sobre todo para los que tenemos responsabilidades (hijos), no es nada fácil, incluso me atrevería a decir que es casi imposible, pero este claro ejemplo, nos muestra una vez más, que lo material puede llegar a ser simplemente un cajón lleno de vacíos. Por ello, me gustaría cuestionar: “¿no nos estaremos equivocando quienes seguimos centrando nuestros energías en conseguir un trabajo mejor, un coche más potente o una casa más grande?