domingo, 25 de septiembre de 2011

LA INDECISIÓN

Compartía con un buen amigo un pedazo de la tarde y con él, un café. Entre tantas conversaciones establecidas, se me quedó una “atragantada” y que me costó digerir: la indecisión.
Después de centrifugar, me di cuenta de que muchos en un momento determinado de nuestras vidas, estamos invadidos por la duda. Elegir no se convierte en una tarea fácil cuando la indecisión se “instala” en nuestra mente. Nada ni nadie nos dirá o nos hará ver qué es lo acertado, sólo nos queda elegir, tomar decisiones y vivirlas. ¿Habremos atinado? Sólo el tiempo, juez y parte de esta vida, nos lo hará saber en su transcurso.
¿Por qué me pasa esto a mí? Un interrogante que oímos o habremos pronunciado en muchas ocasiones. Considero que no podemos hacerle preguntas a la vida, porque es ésta quien nos cuestiona a cada uno de nosotros, y ya respondemos con nuestros actos. Por ello cuando uno no toma una decisión, le comentaba a mi buen camarada, también la está tomando, cuando no elige, está eligiendo y cuando no actúa, está actuando. Suena contradictorio, pero cuando renunciamos a algo, estamos eligiendo.
En lo que sí llegamos a entendernos sin “peritaje”, fue definir al miedo como el gran obstáculo para tomar una decisión. Éste nos inmoviliza, hace sentirnos “cobardes”. Desde mi modesta opinión, cruzar el umbral que separa la cobardía de la valentía, consiste en asumir las consecuencias que conlleva tomar una decisión, sin buscar un culpable para echarle el “fardo” encima. Eso es un acto de puro coraje. Ser responsable no es ser culpable, aunque el diccionario diga lo contrario. La culpa es un sentimiento con un peso incalculable, mientras que la responsabilidad, desde mi punto de vista, es un acto heroico.
Tomamos decisiones pero no llegamos a ejecutarlas por temor a equivocarnos. Supongo que nadie busca su propio mal, al menos de una forma consciente. Ephraim Lessing decía que “algunos se equivocan por temor a equivocarse”. Y creo que lleva mucha razón. El miedo a los errores nos sitúa detrás de la cortina de la incertidumbre.
Adentrarse en territorios nuevos, pisar páramos que nunca habíamos pateado, implica colmarnos de desconfianza. Tener fe en nosotros mismos es una herramienta eficaz para salir con el paraguas entero de las tormentas. Equivocarse es aprender, si tomamos conciencia de la experiencia en sí.
Fitzgerald confesó que prefería fiarse de un hombre que se equivocaba a menudo antes que de quien no duda nunca.

sábado, 10 de septiembre de 2011

¿DIOS EXISTE?


Cogido de la mano de mi pequeña gran mujer de ocho años, paseaba por la playa estrechamente vinculado a su piel. Es curioso, ésta además de protegernos del mundo exterior, nos permite comunicarnos con él.
Entrelazaba sus pequeños dedos de la mano con los míos, y ambos, sentíamos el frío que penetraba por la planta de nuestros pies, cuando a la orilla, llegaba agonizando el último suspiro de una ola.
En el trayecto, tropecé con una “amiga” y como “norma general”, nos preguntamos cómo nos iba a cada uno. Me comentaba, entre otras cosas, que regaba sus conocimientos con la carrera de Criminología, y yo, le respondí que hacía lo propio con la Medicina Tradicional China. Después de adentrarse en el camino criminológico, me argumentaba que se había alejado de la idea de un Dios creador. Por mi parte, que nunca he dejado de creer que algo superior nos “supervisa”, y una vez recalado en la medicina oriental, basada en el “chi” (energía vital), que propone que ésta regula el equilibrio espiritual, emocional, mental y físico de la persona, había acrecentado mi punto de vista con respecto a una energía Suprema. Ciencia versus espiritualidad. Lo cierto, es que hubo un pequeño debate, y lo más importante, sin darme cuenta, es que los ojos de mi hija, eran testigos del intercambio de palabras.
Una vez avanzamos, dejando atrás el “lugar del crimen”, mi retoño me preguntó:
-Papá, ¿tu amiga no cree en Dios?
En un principio, no supe qué contestarle, pero me sobrepuse al golpe que me había azotado su inesperada pregunta, y le respondí, que existían personas que no creían en Dios. Apenas se asomaba el moretón causado por el golpe de sus palabras, cuando me soltó la segunda pregunta:
-Papá, ¿las personas que no creen en Dios, son buenas personas?
Le apreté la mano que le tenía cogida fundiéndola en una, a sabiendas que no existen dos manos iguales, porque en éstas, está grabado el mapa de nuestra vida, pero sentí que en esa personita de ocho primaveras de vida, empezaban a florecer las inquietudes que a todo ser humano, tarde o temprano, llegan a anidar.
Saqué de mi archivo una respuesta que dio el Dalai Lama en una entrevista y amoldándola a su edad, le respondí, y creo que hoy, pude silenciar el ruido que hacían aquellas carcomas en su pequeña cabecita. Y como cité anteriormente, creo en esa energía Superior, y le pido fuerzas cada día, para continuar al lado de mi hija y poder calmar su sed con mis respuestas (no siempre acertadas), sabiendo que un día, debo soltar su mano.
El líder espiritual tibetano, contestó; que no importaba si no creías en Dios, pero que intentáramos ser mejores personas. ¿Y qué nos hace mejores personas? Aquello que nos hace más compasivos, más sensibles, más amorosos, más humanitarios, más éticos. Quizá ahí esté Dios.