Hace unos
meses, mi organismo se quebrantó. Aún sin un diagnóstico tangible, posiblemente
una bacteria había cruzado la delgada línea que separa la buena salud de la
enfermedad. Sumergido en los efectos que surgieron, me di cuenta de lo
vulnerable que llegamos a ser. Cómo algo tan pequeño, invisible a mis ojos,
había derrotado a algo mucho más grande: el cuerpo.
Llegué a
perder la cuenta de las veces que tuve que visitar un centro hospitalario,
tanto por asistir a la consulta del especialista, como a realizarme pruebas
médicas. No tardó en atraer mi atención al pisar “territorio enemigo”, la cara de las personas que acudían a lo mismo
que yo, o estaban “hospedadas” en el centro por alguna patología, incluso, estaban
los que tenían el lujo de poder salir a las puertas del centro a echarse ese
cigarrillo que creían que los liberaba por un instante de tan pesada cadena,
sin muchas veces ser conscientes de que ese vicio les ataba más que liberaba. La
mayoría de todos ellos, reflejaban rostros de esperanzas perdidas, sueños
rotos, miradas desamparadas, en fin, sufrimiento. Supongo que los que amamos la
vida, nos agarramos a un clavo ardiendo para contar los segundos gozando de una
salud de hierro, olvidándonos cuando estamos sanos, que un día podemos ser esa
persona hospitalizada, o la que acude al especialista buscando la solución, o
la que inhala una calada de aquel cigarro que anestesia dicho sufrimiento. Ya lo cantaba Rosana en una
de sus maravillosas canciones: “nadie quiere morir ni siquiera quien quiere ir
al cielo”.
Sostenía
Buda en el siglo VI a. C. que en la vida, nos vamos a encontrar, tanto si
queremos como si no, cara a cara con el sufrimiento. Y a
mi edad y experiencia, doy fe que un día cualquiera, de la noche a la mañana, podemos adentrarnos en
las garras de tan semejante angustia, causada por diferentes motivos: enfermedad,
desamor o pérdida.
En cualquier
caso, Buda no sólo nos mostró la naturaleza del sufrimiento humano, sino que nos aseguró
que existe un método para liberarnos de él o, como mínimo, para reducir sus
efectos: la práctica de la meditación. Entendida como aquel método psíquico-físico
cuyos objetivos básicamente son, por un lado, alcanzar un estado de absoluta
paz interior, y por otro lado,
descubrir y desarrollar la naturaleza esencial de la mente: pura, radiante y
luminosa.
No dejo de
reconocer que para aquellas personas de caras inflamadas por la pena, así como
la mía propia, en el instante cuando estamos bajo la red del sufrimiento, es tarea
ardua despojarnos de él, incluso intentarlo, porque hemos puesto nuestra vida
en manos de otros (médicos), llegando a
olvidar que podemos minimizar el mal, porque se ha apoderado la desesperación
del control absoluto de nuestra mente, y queremos mejorar a cualquier precio.
Dejo unas
palabras de Buda, que seguramente especifican con bastante claridad lo
transmitido: : “El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional”.